Las caderas de Carmen
Recibí su llamada. Habrían pasado semanas después de la última vez que ostentábamos el título de un “nosotros”. Nuestra última noche juntos sería el precedente inmediato a esta sorpresiva llamada que parecía no tener una razón de ser. Pero al escuchar esa voz tan familiar como extraña todo empezó a tener un poquito de sentido, algo me volvió a conectar. Una especie de deja vu que una parte de mi estaba esperando volver a presenciar. Sabíamos que estábamos transgrediendo un silencioso pacto. Su voz nunca fue tan fría y amorosa a la vez como ahora. La curiosidad desactivó mi sistema de defensa. Me decía que viajaría a Brasil y sin darnos cuenta habríamos terminado organizando que yo la llevaría al aeropuerto. Sería una doble despedida y -lo que aprendí desde entonces- es que en una despedida nunca se sabe cuántos adioses se dirán.
Carmen, esos ojos me ensañaron tantas y tantas cosas, no podría ser de otra forma con el tamaño de ese nombre (no sé si nos nombran por lo que ven en nosotros o por lo que de alguna manera el nombre terminará haciendo de nosotros), habría vivido tanto cuando “chocó” conmigo, no era broma cuando le decía - a manera de chiste picante- que con ella me habría terminado de criar. Ella se atacaba de risa pero sabía que era verdad. Ella sabía muchas cosas. Ella sabía más cosas que yo. Esa sería la verdad mas absoluta a la que le debo -ahora- toda mi gratitud como hombre y como amante. Cada aspecto de su vida era tan congruente con su fortaleza y su forma de ser, una cautelosa y amorosa felina sobreviviente (bajó el signo del tigre no podríamos esperar nada menos). Habría crecido en una de los barrios más duros de la Ciudad de México y habría sobrevivido a todos los embates de un sistema que puede doblar a cualquiera. Ella habría sorteado todo, habría lidiado incluso con su propia naturaleza y había ganado. Cuando decimos en México que “te falta barrio” decimos que te falta vida, que te falta agudeza, que te falta hambre, hambre de vivir y ella estaba ahí porque le sobraba barrio. Ella era una guerrera. Puedo decir, sin equivocarme que fue la mujer más mujer que habría conocido hasta entonces y -por supuesto- mi vida nunca sería igual después de ella. Marcaría cada centímetro de mi piel. Dejaría una huella profunda en mi. Un casi inconquistable precedente, rotunda referencia que dejaría expectativas difíciles de superar al tratarse de las mujeres que llegarían a mi vida. Su extraordinaria belleza consistía en un elegante y vital entramado de una fuerza de sobreviviente y genuina ternura que sabía ocultar en un impulso casi masculino de ser tan echada pa’lante, frontal, militante. Tan contundente, tan atractiva, tan explosivamente sensual y suspicaz que no sospecharías el tamaño de corazón que latía dentro de ella. Sus ojos, su piel, su sensualidad, su boca, su pelo tan negro y esas piernas, ese bailar, esa forma de devorar la vida, de degustarla y de saber disfrutar. Ella era asombro e impulso al mismo tiempo, las dos grandes y pesadas puertas que encerraban la ternura de la niña que fue y a la que en algún momento juró proteger con su vida, de todo lo que la pusiera en peligro, incluso de ella misma. Donde entraba congelaba a más de una mirada. Maravillosa conversadora, con contagiosa sonrisa, humor negro, brillante sentido del humor, agudeza analítica que de alguna manera habrían confundido a cualquiera cuando la veías bailar, esas caderas que me enseñaron a bailar salsa y disfrutarla ; y más aún cuando te encontrabas con esos enormes y bellos ojos suyos.
Como toda estrella que brilla tan intensamente, ella tenía en sí misma su propia carga de letalidad y fatalidad. En ella estaban contenidos todos los misterios y enigmas que me enchinaban la piel pero también todos los que aprendí a lidiar con cautela. Porque esa fatalidad y esa letalidad se activaban en un aguzado sistema de autodefensa tan eficaz como refinado que podría ser autodestructivo. Y arrasar con todo. Sabría también lo que es capaz de hacer una mujer de ese tamaño cuando se enoja.Para mi fue encontrarme de pronto frente a una mujer tan inmensa, tan profunda, tan fuerte…tan guerrera.
Ella fue mi superior en mi primer empleo formal. Como un estudiante recién egresado con una especie de velo de ingenuidad y arrogancia en los ojos mi perspectiva estaba tan limitada y tan ensimismada que cuando choqué de frente con ella, simplemente todo se desvaneció. Chocamos tan fuerte y tan sorprendentemente rápido que sin darnos cuenta estábamos ardiendo sin saber cómo habríamos llegado a ese punto. Con la misma edad ella ella estaba en un punto que yo apenas podía imaginar a un nivel profesional. Creo que yo le recordaba el momento que alguien de su edad (en un flujo normal) habría vivido y ella -a su vez- me presentaba lo que yo quería ser. Ella en esencia consolidó mi oficio. la investigación, la artesanía de saber preguntar. No sé si alguna vez supo realmente cómo la admiraba y cómo la quería; muchas veces pensé que bajó su ritmo sólo para volar juntos. Cómo me retaba y cómo le temía; pero también cómo me dejaba ser su hombre y darme un lugar en su vida. Encontramos un lugar común, donde arder sin reclamos. Después de cada beso recuerdo su cara de sorpresa, su no entender del todo qué estaba pasando y lo dejó pasar y me dejó entrar en su vida. Y me hacía pertenecer en su mundo. Sorprendidos de sabernos, de súbito, ligados por una extraña y paradójica fuerza que rompió con su coraza y modificó mi ceguera. Fue en esa tarde, en el centro, un zócalo abarrotado donde me dí cuenta que en medio de ésta ciudad con millones de habitantes, ella se convertiría en mi prójimo más cercano y la única habitante que me generaba curiosidad. Estoy casi seguro que fue esa conversación tan profunda (sorprendente), un beso y un tratar y un empezar -vehemente- a decirnos adiós durante más de 3 años. Cumpliéndose esa sentencia de Pedro Salinas que dice que el amor es un adiós que no termina.
Cuando estábamos juntos ardíamos. Éramos dos pequeñas brazas que buscaban un pequeño lugar o un tiempo para poder arder y sorprenderse de las llamas que salían. La veía reír y podía ver más allá de esa mujer ruda que había llegado hasta ese punto de su vida aún en contra de todo pronóstico. Entendí cómo se puede vivir estando solo y amar como el mejor de los acompañantes. Veía a esa niña vulnerable de grandes y profundos ojos castaños detrás de ese entramado y ya no se ocultaba con miedo, poderosamente frágil, poderosamente amorosa, ilusionada. Reíamos tanto, conversábamos, debatíamos, discutíamos desde su esquina militantemente sociológica y mi ecléctica e ingenua impostura. Noches sin dormir, sin darnos cuenta del tiempo.
Una noche, un “te amo” y una mirada -que se sostuvo por varios segundos- acompañó un “terminar” que sería un comienzo del que no pudimos deshacernos tan fácilmente. Ese momento abrió una pequeña caja que ya no pudimos cerrar. En ese momento no habría nada más que desnudar, quedaríamos tan expuestos, en músculos, tendones, órganos vitales que no les quedaba más que abrazarse. Lo nuestro fue tan visceral y tan intenso que -a la distancia- creo que ella nunca me perdonó ese “te amo” tan descarado y tan "igualado", en ese momento, en esa obscuridad, en esa vulnerabilidad que la quebró y nos quebró tanto que cuando quisimos volvernos a vestir (a armarnos) tomamos piezas uno del otro y darnos cuenta que a partir de ahí permaneceríamos desnudos el uno ante el otro aunque quisiéramos volver a vestirnos. Y nunca nos dimos cuenta que quedaríamos ligados en esa vulnerabilidad, en la que eventualmente nos haríamos daño, continuamos. No me perdonó lo tanto que la debilitaron esas dos palabras y más aún cuando se dio cuenta que -también- esa palabra se desgastaría, la desgastaríamos los dos con nuestro propio y compartido fuego. Nuestra propia naturaleza. Éramos tan parecidos, sólo que en etapas diferentes.
La fuerza de nuestra explosión, la fatalidad que ahora ya compartíamos nos llevaba una y otra vez a simulacros de vida a olvidarnos un poco de nuestra propia naturaleza, de nuestro veneno, de nuestros monstruos. La idea de una vida juntos terminaba siendo una condición en la que intentábamos armar un puzzle cada vez más inmenso y perdiendo las esquinas. La mujer guerrera es territorial, y sabe que nada de lo que tiene es gratuito. El hombre inconsistente es escurridizo y por no saber qué busca…no sabe tampoco lo que encuentra. Cuando se arde en esas llamas todo puede ser alcanzado por el fuego. Nunca aprendimos a poner límite y proteger el fuego de nosotros y a nosotros de ese fuego. Tóxicos antes de saber lo que significaba ser tóxico, sabríamos que asumir roles activos y pasivos implicaba jugar un peligroso juego que lo único que dejaría tras de sí, serían heridas que buscaríamos -sin éxito- cicatrizar con fuego y lo que quedaba era un profundo e irreparable dolor. Cambiábamos un mal por otro, el ritmo se aceleró. Y de pronto todo fue alcanzado por lo que empezó siendo chispas y ahora flameantes brazos arrebataban la esperanza de controlar el fuego. Crecí también. Como todos esos incendios, intentábamos corregir, conectar, buscar los resquicios, el sentido para seguir “vivos” y juntos y poder retomar el calor, el vuelo. Pero las explosiones no son síntomas de un fuego que dure. Quedaba la sensación de que quizá no habría una próxima vez. Nuestro ardor tenía en sí una pregunta profunda que no nos atreveríamos a contestar.
La distancia nos alcanzó. La biología también. La prisa por saber que como fuegos también somos incendiarios. Ella, inevitablemente, había llegado a la siguiente etapa por más que quiso esperarme. No fue falta de paciencia ni ganas de estar, era la inevitabilidad de su propia naturaleza. Yo habría hecho lo mismo. Lo hice después. Volver a arder otra vez es la pulsión del fuego. Y aun cuando el fuego era abrasador la tristeza se dejó ver. El final estaba ahí. Pero ella, Ella nunca se sabía rendir.
Un día -en esa inercia y estando de campo fuera de la ciudad y quizá en uno de las tantas separaciones que tuvimos intermitentes para respirar el uno del otro- recibí un mensaje en mi correo y mi teléfono. Decía que tendríamos un hijo. Decía que este fuego titubeante tendría un nuevo comienzo, una posibilidad de poder quitar el pie del acelerador, un respiro para dejar de incendiar y pasar a dar calor. Esa noche en Hermosillo se sembró en mi una pequeña semilla que cambiaría mi vida y replantearse todo en un momento en el que mi propio vuelo me entusiasmaba y conciliar es idea que -en mi caso- me llevaría a lo más bello que más adelante viviría, pero no necesariamente en ese momento. En cambio, en ella, esa semilla sería la ruta que la movería con la misma fuerza que llegó a mi a su siguiente territorio y al que llegaría más rápido -sin duda- conmigo o sin mi.
Pero la vida opera.
Lo intentamos. Lo intentamos. Lo intentó. Lo intenté. Lo..
La vida solo pudo decir : No, en esta ocasión no. En esta no.
Y -estoicos- Aún seguimos intentándolo por un tiempo más. Fue un acompañamiento silencioso de parte mía y un duelo en ella. Tristes, rotos, devastados. Nunca pudimos volvernos a ver otra vez a los ojos y decirnos qué estaba pasando con nosotros en ese momento. Vimos que nuestro vuelo se desincronizaba. Y de a poco el mismo vuelo nos llevo a distintos aires. Continuamos tratando de reconstruirnos después de ese “no”. Ella no se rendiría tan fácilmente. No sabía mucho de esa posibilidad pero el fuego habría sido abruptamente apagado por un “no” que nos decía la vida. Un “no” que quizá no habríamos sabido decir nosotros. Un “no” que nos superaba y que terminaría por acabar con todo. Un "no" que cada uno veía de distinta forma. Y algo se rompió, algo que tal vez nosotros no hubiéramos sabido romper. En las grandes civilizaciones como en las grandes historias de amor, hay un componente interno -no externo-, arraigado en su propia naturaleza, que terminará destruyendo todo hasta los cimientos mismos y desde el mismísimo centro de su corazón.
Y esa última noche, por primera vez hacíamos el amor con una profunda tristeza sabiendo -sin decirlo- que todo habría terminado. Lo sabíamos pero no nos atrevíamos a decirlo. Decirlo hubiera sido una traición al proceso que ya se había desencadenado. Era el fin y al parecer nuestros cuerpos no habían sido notificados de esa noticia que ya estaba consumada en el corazón y la mente. Los cuerpos se despiden de una sola forma, la única forma que conocen y no entienden de argumentos. Fue como si en algún momento, ella por su lado y yo por el mío, nos escindiéramos de nuestros cuerpos y nos sentáramos a ver cómo esos dos cuerpos trataban de decirse adiós y veían a estos dos vouyeuristas inmutables ver cómo se desintegraba la humedad y la sombra. Nuestros cuerpos, esa noche hicieron un pacto secreto que solo los cuerpos hacen, no volver a tocarse. Un pacto que hace que de vez en vez sueñe con ella, en esa habitación, en esa última noche y en esa última vez.
Hasta que…
Llegué a su casa. Era su salida a Brasil. Puntual, cómo quedamos, como para tener una platica antes de acompañarla hasta las salidas internacionales. Caminábamos en piloto automático, no dejaba de ver sus pies y escucharla. No sabría el porqué me habría llamado para llevarla al aeropuerto hasta mucho después. Despedirnos y encontrarnos en un aeropuerto hacia parte de nuestra historia (nuestros viajes juntos al mar que tanto amaba, desde una sorpresa a escapada Colima o Acapulco hasta tener una cita en Costa Rica) pero en el momento en el que se subió al auto supe que esta vez sería totalmente distinto. Algo en su mirada me haría suponer que me diría algo serio y determinante. Definitiva como ella en ese momento. Nunca me mintieron sus ojos. Nos pusimos al corriente de esos días, con una especie de respeto de colegas que se re encuentran de manera accidental. En algún momento paró abruptamente y Me dijo que sería madre y que cumpliría su sueño. Todo el performance de colegas se desvaneció. En ese punto, como si se tratara de un plan perfecto, ya estábamos en la entrada a las salas de espera. No hubo mucho tiempo de pedir explicaciones. Sus ojos lloraron, se dio la vuelta y nunca más la volví a ver a los ojos. La vi como se iba sin voltear y se perdió entre el río de gente.
Siempre me quedé con la idea de poder decir algo. De poder cerrar, estaba claro que ella lo estaba haciendo y lo hacía a su manera. Yo sabia que lo que dijera no cambiaría absolutamente nada, pero sabía que había algo que tenía que decir y que no pude decir en ese día. Nunca tuve oportunidad de hacerlo en los años siguientes. Realmente me faltó ese adiós.
Volví a verla años después. La vi pero no la miré a los ojos. La vi a una distancia considerable , observando - a su vez - atenta a su hijo jugando a lo lejos. Yo también sería padre y asistía a una boda de un amigo común, mi mujer no me acompañaría por estar en su octavo mes. Yo estaba en el momento más importante de mi vida, en el destino que soñé cuando decidí seguir mi vuelo. Estuve solo un par de horas y no tuve la fuerza de acercarme a saludarla. Me limite a ser un invitado que restringía su mirada hacia esa área donde estaba ella con algunos colegas comunes. no me pareció tan grande, me pareció simplemente más ella. en su justa dimensión. Un observador observando a otro observador que observa. Un observador que decidió retirarse antes y llevarse lo vivido. Creo que la mejor forma de poder cerrar -ahora lo entiendo- es ver que estaba feliz y ya no tendría que esconderse detrás de su fortaleza.
Carmen siempre voló conmigo al punto que nos estrellamos varias veces en esos vuelos, fuimos muy lejos, fuimos muy alto. Y yo volé con ella. Nos gastamos las alas hasta el punto que no pudimos seguir volando, agotamos el tiempo que se nos concedía. Lo nuestro fue de una intensidad que al menos para mí, marcaría mi vida. Supimos cuánto amor nos cabía de una sola vez. Me enseñó a volar muy alto y a volar sin miedo, aún con la convicción de que las caídas son duras. A sabiendas de que entre más alto se vuela es más dolorosa la caída. Aprendí a arder con ella. Aprendí del fuego y aprendí de la verdad oculta de las estrellas: que en ellas está, inevitablemente, contenido pero latente su propio fin.
Nunca te di las gracias por todo lo que me enseñaste. Carmen, sé que sigues volando y sigues siendo la guerrera que conocí y sigues siendo fuego, un fuego que ahora sabe dar calor. Gracias Carmen, Gracias.
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