Las heridas son el precio de vivir, ella lo sabía y caminaba con ellas como lo hicieron las poetizas, con sus heridas a la vista. Aprendió de esas películas en blanco negro a ser altiva y doblarse en llanto en el momento pertinente razgando el cielo con una lágrima, aprendió a llorar por las esquinas y cuando doblaba sonreir como si nada. Espera la llegada de algún tren, con ese gesto de sentir sabiéndose observada, miradas buitre que vuelan sobre sus curvas, miradas ciegas que no veían sus cicatrices, era precisamente su susceptibilidad la que los atre, la desean pero no la podrán amar. La carroña del deseo.
"Engreido mal nacido, ya no piensas más en mi" Dice mientras se ve en el reflejo de un espejito, recordando a ese infeliz que la dejó llevándose esa mirada. Y camina en esos zapatos que tanto placer le dio ver en sus piés el día que los compró, haciendo lo que una mujer bella puede hacer, abriéndose camino, la supervivencia del más bello. No puede evadir a su propio reflejo en algún espejo enorme y se ve airosa, sobreviviente a su propia fatalidad. Ángel Atroz, porcelana de escaparate que siempre confundió el deseo con el amor, que no supo diferenciar las miradas. Condenada como los sanos a no apreciar lo que tienen. La vida sigue recordándole que alguien le robó la inocencia y con ella, la esperanza de encontrar lo que nunca ha de venir.
Nadie se explicaba como una mujer tan exitosa y tan hermosa terminaría así. En este mundo de espejos ella arrancó su propio reflejo y se fue.
Ahora vive retirada en algún lugar, decidió ser lo que la parte opaca del espejo le sugirió un día.
Cultiva flores y alguien alguna vez la oyó decir que las flores no tienen ojos y ella sería su musa. Ah la señora de las flores!!!
No la juzgues mal, descubrió su paraíso.